viernes, 11 de diciembre de 2009

Para leer I



LA ORACIÓN DE LAS IMÁGENES

El judaísmo se fijaba en las palabras, que reflejaban la presencia del Misterio de Dios entre los hombres. Por eso dejó a un lado las imágenes, que estaban cargadas de peligro: ellas podían ser razón de idolatría, identificación de Dios con el icono externo.

Por el contrario, algunos pueblos paganos, y especialmente los griegos, han dado cierta primacía a las figuras, a la imagen: Dios se manifiesta en la armonía de la naturaleza, en el orden del templo, en la belleza de la estatua. Ciertamente siguen siendo importantes las palabras, pero, al lado de ellas, sobre un plano de sacralidad intensa, lo divino se desvela también en las figuras, las imágenes del mundo.

El cristianismo sigue en la línea de Israel: sabe que Dios se ha revelado en la palabra de la ley- profetas, pero sobre todo en la palabra radical de Dios que es Jesucristo. Pues bien, ese mismo Jesús es la imagen de Dios, como formula Pablo con gran solemnidad (2Cor4,4; Col 1,15); por eso, el cristianismo ha vuelto a usar imágenes que evocan la presencia y la revelación de Jesús sobre la tierra.

Para el griego vale la imagen en si misma, como expresión del ser divino que se revela a través de la armonía del cosmos o en la misma belleza del cuerpo-ser humano. No interesa la historia personal de Zeus o Afrodita, de Hermes o Atenea; importa la sacralidad profunda del poder y el sexo, del saber o la prudencia que reflejan sobre el mundo sus figuras divinas. En el fondo, todo el cosmos viene a desvelarse en ellas como hondura radical, sagrada.

Para el cristiano importa, en cambio, la persona y vida de Jesús, el Cristo. Importa su existencia concreta, su amor a los demás, su entrega por los hombres, el gesto bien concreto de su muerte y de su pascua. Por eso, la imagen en sí no llega nunca a condensar la realidad de lo divino. Por encima de todas las figuras y las formas exteriores, el Dios de Jesucristo se refleja en la existencia de los hombres, en la acción litúrgica eclesial, en el camino y sufrimiento de los pobres.

En el fondo, la figura humana cobra hondura de misterio. Cristo ha superado con su vida y con su muerte la vieja ley judía que vetaba las imágenes sagradas. Por eso, los cristianos, rechazando toda idolatría (adoración de imágenes de dioses), permiten y propagan el culto de los santos iconos: imágenes externas de Cristo.

Este es un tema que ha ocupado a la iglesia de manera violenta, apasionada. En los siglos VII- VIII, por influjo del espiritualismo ambiental y por tendencias que parecen infiltrarse por medio del islam (donde pervive la prohibición de las imágenes), algunos cristianos atacaron el culto a los iconos. Pensaron que Dios sigue en nivel del Viejo Testamento: sin figuras ni representaciones. Por eso se hicieron iconoclastas, es decir, destructores de imágenes.

Los iconoclastas concentran su piedad en la palabra de Dios y en la obediencia interna, más allá de las figuras de este mundo. Dios y su misterio sobrepasan el nivel de manifestaciones exteriores: por eso no podemos emplear figuras en su culto. La oración autentica se expresa en la palabra interior, en la obediencia ante el misterio.

Hubo un tiempo de lucha, que escindió la cristiandad oriental en dos mitades. Solo al fin de un gran debate, los padres de la iglesia, reunidos en el concilio II de Nicea (año 87), resolvieron el problema defendiendo el culto a las imágenes: si el mismo Hijo de Dios se ha vuelto un hombre, el rostro humano puede presentarse como signo del misterio: “Definimos que… las imágenes venerables y sagradas… deben colocarse en las iglesias santas de Dios, en los vasos y en los ornamentos, en las paredes y en los cuadros, en las calles y en las casas. En efecto, cuanto más frecuentemente son contempladas por medio de su representación en la imagen, tanto más se mueven los que la contemplan al recuerdo y deseo del modelo original.
Los signos de la tierra pueden presentarse como espacio de misterio. Cristo mismo es el icono de Dios, la imagen y presencia personal de su amor entre nosotros. Por eso desde Cristo puede comprenderse el valor sagrado (icónico) que tienen las distintas realidades.
Un primer icono es la misma naturaleza. Los elementos de este mundo son reflejo de Dios, como una especie de expansión de Cristo. Por eso oramos ya de un modo nuevo, descubriendo y venerando la presencia de Dios en el hermano sol, la luna y las estrellas.

Icono privilegiado de Dios son los hombres (varones y mujeres): son signo de Jesús sobre la tierra. Por eso, todo culto a las imágenes pintadas de Jesús ha de encontrarse abierto “al culto a los hermanos”, especialmente a los más pobres (Mt 25, 31-46). De esa manera, la oración se vuelve gesto de servicio hacia los otros, y el encuentro de Jesús (o con Jesús) encuentro con los hombres.

Están finalmente, los iconos de Cristo. Son figuras pintadas o esculpidas que reflejan unos rasgos de Jesús y de esa forma centran nuestros ojos (nuestra mente) en su misterio. Ellas actualizan el misterio de Dios que se ha hecho carne entre los hombres, para que los hombres puedan encontrarle y venerarle.

Ciertamente, esos iconos son obra de pintor, producto de artesano. Pero en ellos la misma creación artístico-religiosa del hombre viene a entenderse como signo el misterio, haciéndose así sacramental: figura de Dios entre los hombres. No podemos detallar aquí el sentido total de las imágenes sagradas, en nivel de teología. Pero explicitamos algunos de sus rasgos, desde una perspectiva orante, de plegaria:

Las imágenes reflejan un aspecto del misterio. El nacimiento, vida y muerte de Jesús, etc. En ese aspecto, pueden presentarse como concreción del evangelio, explicitado en signos. Ellas valen de manera especial para los hombres que no tienen acceso a la lectura y para aquellos con cultura más visual que auditiva.

Las imágenes sirven para fijar nuestra atención. Y así nos sitúan cerca de las formulas vocales. Muchas veces nos hallamos distraídos, perdidos sobre el mundo. Por eso nos valemos de estímulos visuales, de rasgos o figuras que nos centren y nos sirvan para fijar nuestra atención en el misterio. Ellas nos llevan hacia un plano superior de irradiación de Dios que viene a reflejarse por medio de Jesús entre los hombres.

Muchas imágenes resultan valiosas por su historia. Han sido veneradas desde antiguo, están ligadas a un lugar especial (un santuario) donde se cultiva con intensidad la presencia del misterio. Es evidente que aquí pueden mezclarse elementos no cristianos: recuerdo de dioses anteriores, pervivencia de culto pagano transformado, rasgos localistas, regionales, nacionales, etc. Pero, a pesar de esos peligros, las imágenes sagradas de la tradición cristiana pueden ser y son signo especial de apertura hacia el misterio y valen como medio de evangelización.

Muchas imágenes reflejan una intensa experiencia de oración. Así lo hacen tanto en su origen como en su historia posterior. Pueden ser imágenes que irradian una especie de “fulgor sagrado” por su forma y tradicional (iconos del oriente) o por la misma creatividad del artista que ha expresado en ellos su vivencia de misterio (en occidente). Así pudiéramos decir que las imágenes han sido y son oración hecha figura, objetivada.

En ese aspecto, destacamos la objetividad de las imágenes. Es la objetividad del mismo retrato-estatua, que refleja para todos un aspecto del misterio. Pero se trata, al mismo tiempo, de la objetividad del misterio religioso: Jesús es, más que una palabra, más que un recuerdo, una promesa. Por medio de la imagen, Él se viene a presentar ante nosotros en un ser concreto, como hombre de Dios que ha vivido y muerto entre los hombres.

Por eso, la imagen puede suscitar un espacio de oración cuando los orantes se sitúan ante Cristo, cuando buscan el rostro de Dios Padre, suscitan un espacio de misterio en que se incluyen signos y figuras, representaciones, sentimientos y razones. Pues bien, en la totalidad de ese misterio de oración, la imagen tiene la virtud de concentrar nuestras ideas, poniéndonos así en un campo de misterio.

En este sentido podemos comenzar resaltando el aspecto didáctico. La imagen nos enseña un rasgo de la historia de Jesús, como lo han hecho por siglos los retablos de las grandes iglesias, con sus cuadros, sus estatuas, sus espacios de misterio. En este plano se sitúan en este aspecto algunos audiovisuales modernos. También cite el aspecto artístico: una buena imagen es reflejo de la gracia y belleza de Dios que se desvela en colores, formas y figuras. Pero, trascendiendo esos niveles, es preciso que lleguemos al aspecto puramente religioso, allí donde la imagen se convierte en medio de un encuentro con Dios, espacio de oración para el creyente.

Orar es aprender a mirar, dejando que la misma imagen nos mire, nos conduzca a su campo de misterio. Por eso, en un primer momento, no podemos pensar ni razonar sobre aquello que miramos. Pero, después de haber mirado, en plano de inserción vital, podemos pensar en lo mirado, desarrollando así una forma diferente de experiencia intelectual. En torno a la imagen de Cristo viene a suscitarse una especie de constelación sagrada: un tipo de misterio en que nosotros venimos a adentrarnos. Tendremos que pensar desde ese fondo, situarnos en el campo de la manifestación de Dios que sale a nuestro encuentro por la imagen. Finalmente la imagen se viene a presentar en rasgos de emoción interna, amor y entrega a Cristo.


Artículo extractado

Xabier Pikaza
Para vivir la oración cristiana
Editorial Verbo Divino

1 comentario:

  1. ¿Te ha inspirado eso de
    "la bello que pueden ver unos bellos ojos"?...

    Se dice que el que canta, ora dos veces.
    Tambien se dice que una imagen vale por mil palabras.

    Como sea, no debemos dejar que sólo los artistas sean quienes se hacen imágenes visuales de Jesús y de su vivencia; todo cristiano tiene la obligación de hacerse una imagen del Evangelio, que es la perspectiva de cuatro: los evangelistas... y la nuestra propia.

    Fuerte abrazo

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