De momento no hay más que mirar las estructuras de la religión en las instituciones eclesiásticas para darnos cuenta de que en esa administración y esas características religiosas de la iglesia van llegando a su fin, si es que no han rebasado ya su fecha de caducidad. Este proceso de erosión comenzó a partir de la ilustración y sigue su curso. Eso no quiere decir que el hombre de hoy no sea religioso, pues la religión tiene en el hombre más calado y es más profunda de lo que parece. Pero el hombre de hoy busca a Dios más “inmediatamente”, sin sentir muchas veces la necesidad de acudir a mediadores, como corresponde a la mentalidad de los profetas del Antiguo Testamento y del mismo Jesús. La prueba está en que muchas gentes buscan a Dios incluso en otras religiones, donde mutuamente se enriquecen y fecundan. Es evidente, pues, “Dios es siempre más y mayor” que lo que nos ofrece nuestra propia religión, en este caso la católica, y concretamente una “iglesia clerical” y un Vaticano infalibles.
Si leemos bien el Nuevo Testamento constataremos que Jesús no tuvo intención de fundar una nueva religión sino que, siguiendo la visión de los profetas, no aspiraba más que a alcanzar una vida humanamente digna, una humanidad universal y una existencia verdaderamente humana para todos. Para eso era preciso cambiar de vida, de mentalidad, de actitudes, de comportamientos, es decir “convertirse”. Pero claro, a tal efecto con la tradición dogmática y el sistema doctrinal de la iglesia no teníamos nada que hacer, y es lo que la “causa de Jesús”, al ser traducida al helenismo se hizo extraña, se torno el evangelio en un cuerpo extraño, que a los jóvenes de hoy, sin duda, no puede entusiasmar. Sin gran esfuerzo es posible captar como este sistema doctrinal de la iglesia apenas o nada tiene que ver con las genuinas aspiraciones de Jesús, y que es un sistema frágil y prácticamente “increíble” es algo que se palpa en nuestro ambiente vital y cultural. Y es que, desfigurando el evangelio, se han trastocado las cuestiones de doctrina mayormente por parte de quienes en la iglesia católica detentan el poder.
Es posible que hoy nos encontremos en una época parecida a la del profeta Jeremías hacia el año 580 antes de Cristo. Respecto a la iglesia debemos recordar el gesto simbólico y profético del profeta Jeremías en Jerusalén hacía el año 600 antes de Cristo. Durante largo tiempo había padecido terribles visiones hasta llegar a convencerse de que los sacerdotes del Templo eran unos falsos asalariados y que los profetas cortesanos no eran sino aduladores y bufones, mientras los doctores e interpretes de la ley (sagrada Biblia) no eran más que gente arrogante que se afana por alcanzar y disfrutar del poder, y para ello mienten y tergiversan la Palabra de Dios hasta que los deseos de sus mandatarios se ven adecuadamente cumplidos, estableciendo de esa manera la ideología de “Dios nos ha elegido” y en su nombre hablamos y actuamos.
Lo que un día hizo el profeta Jeremías en el templo de Jerusalén fue algo espantoso y horripilante, un crimen de lesa ley sagrada, ya que reunió el pueblo en masa para celebrar el servicio religioso, Jeremías vociferando, instó a Dios a rezar por el rey enemigo Nabucodonosor de Babilonia a fin de que lo más pronto posible derribara y aniquilara los muros de la Ciudad Santa del Templo. Y así ocurrió. El templo fue destruido y los judíos deportados a Babilonia. Los contemporáneos de Jesús, que conocían esta historia, al verle se preguntaban si no sería él una especie de Jeremías que había regresado. A tal efecto, nos tenemos que preguntar qué ocurriría si hoy volviera Jesús de Nazaret a la iglesia y al Vaticano y repitiera su mensaje evangélico. Me temo que volvería a enfurecerse como ya se enfureció una vez en el Templo de Jerusalén abarrotado de gentes y que su mensaje sería tan duro y acerbo, y tan desesperadamente expectante como lo fueron entonces las palabras de Jeremías.
El mensaje de Jeremías apunta a la caída del Templo y de la casta sacerdotal que administra la religión. Jeremías dice que Dios habla al hombre en su corazón, en su conciencia, y que, en lo referente a Dios, nadie tiene necesidad de que le den lecciones magistrales, y menos dogmáticas, sobre Dios mismo y sus ministerios. No es, pues, raro que a la vista de tal situación y de la historia de la iglesia haya habido en ella reformadores que intentaron decir y hacer las cosas de otra manera. Pero siempre han sido marginados y, a poder ser anulados, porque en la iglesia católica no se ha tolerado la libertad intelectual del espíritu, no se ha comprendido esa inmediatez del hombre con Dios y su propia personalidad. Los mismos sacerdotes lo tienen hoy en día mal, pues los jerarcas no están dispuestos a cambiar o reformar la iglesia –sus estructuras, su funcionamiento y su ministerio- (a pesar de la solemne declaración del Concilio Vaticano II de que la iglesia debe ser reformada y transformada incesantemente) y tienes que conformarte mayormente con administrar sacramentos y ofrecer otros medios rituales y devocionales, como si de rebajas se tratara. Si acaso, poco más. Pero eso no se corresponde con las enseñanzas de Jesús, con la confianza que él nos dio respecto a Dios, que es Padre bondadoso (Abba), y que quedo expresado en el Padrenuestro. Claro, para relacionarnos así, filialmente, con Dios no se necesitan mediadores, ni tantos ritos sagrados, ni sacrificios y ofrendas, sino sólo hombres que voluntariosamente se ayudan a encontrar a si mismos, a encontrar el camino de su vida que les lleva a Dios, que es, por esencia, plenitud. Esta enojosa situación tiene que sufrirla el sacerdote y tiene que sentirse importante si él, de verdad, quiere estar, como Dios, cerca del hombre y ayudarle humanamente a ser él mismo, el que Dios, en definitiva, quiere. Y entre su sacerdocio y su humanidad sufre forzosamente una especie de esquizofrenia, al sentirse por un lado obligado por la institución que representa y por otro inclinado hacia la humanidad del hombre que es. El ideal sería ser un “hombre sacerdotal”, o sea un hombre que en la vida, existencialmente, enseña a los demás hombres a serlo realmente, como Jesús lo enseño, el “sumo sacerdote de la existencia”, no de la religión oficial. Pero en la iglesia no hay libertad suficiente como para poder ser un “hombre sacerdotal”, pues el sacerdote está institucionalmente demasiado atado a la institución y a sus ministerios o funciones burocráticas, de tal manera que, hasta hoy en día, se impone un juramento de absoluta obediencia a los jerarcas o te la juegas toda a una carta. Y en la iglesia institucional no parece, como quien dice, tener ganas de cambiar y tampoco de ser más tolerante y comprensiva, en una palabra más “humana” y eso que Dios al encarnarse se hizo “hombre”.
La iglesia Católica todavía no ha aprendido que lo primero y primario de su misión y vocación es hacer “hombres” cabales y no, aunque parezca paradójico, cristianos de corte, sobre todo, eclesiástico y no aptos y educados para la vida. Para ello sigue, más que nada diciendo misas y administrando sacramentos sin saber muy bien ella lo que hace y quienes lo reciben lo que eso quiere decir.
Gumersindo Lorenzo Salas
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