Al Papa Benedicto XVI:
Quién escribe es un grupo de mujeres, de todas las partes de Italia, que han vivido o viven todavía ahora la experiencia de una relación con un sacerdote o un religioso. Estamos acostumbradas a vivir en el anonimato esos pocos momentos que el sacerdote logra otorgarnos y vivimos diariamente las dudas, los temores y las inseguridades de nuestros hombres, supliendo sus carencias efectivas y sufriendo las consecuencias de la obligación al celibato.
La nuestra es una voz que ya no puede seguir siendo ignorada, a partir del momento en que escuchamos que se reafirma la sacralidad de lo que no tiene nada de sagrado, de una ley que se conserva sin atender a los derechos fundamentales de las personas. Nos hiere el desprecio con que desde hace siglos y en declaraciones recientes se trata de silenciar el grito de hombres y mujeres que sufren en el sudario ya rasgado del celibato obligatorio.
Intentamos reafirmar –aunque ya gran parte de los cristianos lo sepa– que esta disciplina no tiene no nada a que ver ni con las escrituras en general, ni con los Evangelios en particular, ni con Jesús, que de ello jamás habló.
Todo lo contrario. En cuanto podemos saber, a Él le gustaba rodearse de discípulos, casi todos casados, y de mujeres. Nos diréis que también Jesús vivió soltero y el sacerdote simplemente se configura a Él con su elección. Está bien, una elección. Pero una norma no puede ser nunca una elección, si no es forzando su sentido. Si además se la define como carisma, no puede por tanto a ser impuesta ni exigida, mucho menos por el Señor, que nos ha querido libres, porque el amor es libertad, desde siempre.
¿Es, por lo tanto, razonable pensar que Él pretendiera negar ciertas expresiones de amor y libertad a algunos de sus discípulos?
Son bien sabidas comúnmente las razones que, con el tiempo, impulsaron a la jerarquía eclesiástica a introducir esta disciplina en el mismo sistema jurídico canónico: el interés y la conveniencia económica. Después, a lo largo de los siglos, todo ha sido adobado con una cierta dosis de misoginia y de hostilidad hacia el cuerpo, las pulsiones psicológicas y sus exigencias primarias.
Es por tanto una ley “humana”, en el sentido amplio del término. Y hay que partir de esta evidencia, para preguntarse si, como en todas las leyes humanas, en un cierto momento histórico, no sera necesario volverla a plantear y modificar o incluso, cómo deseamos, a eliminarla del todo.
Para hacer esto, es necesaria mucha humildad, mucho valor, el de desligarse de las lógicas del poder para descender con sinceridad al el mundo de los hombres al que, guste o no, también pertenece el sacerdote.
Citamos a Eugen Drewermann (“Clérigos. Psicodrama de un ideal”, Trotta, 1995),:
“Según la ideología teológica la persona del clérigo individual se parece a a un cubo de agua: es necesario vaciarlo completamente de su contenido para rellenarlo nuevamente hasta el borde pesar de todo lo que a los superiores eclesiásticos parece conveniente. De esta manera se neutraliza toda la esfera de los sentimientos humanos a favor del decisionismo del poder. De todo la gama de posibles relaciones humanas sobrevive sólo un tipo de relación: la que corresponde al orden y la sumisión, el ritual del amo y el sirvo, la abstracción y la reducción de la vida al formalismo de la observancia de determinadas instrucciones”.
No es un asunto de tener más tiempo para dedicarlo a los otros, como expresa la más repetida entre las innumerables frases que utilizan los que afirman que el clérigo no deba y no pueda tener una compañera, sino más bien el rechazo de la idea de que él pueda disfrutar de de una presencia sentimental más íntima y personal, a veces incluso de las mismas amistades.
De hecho, continúa Drewermann,:
“la identificación obligatoria con el papel profesional no le permite vivir a uno mismo como persona y no le queda otra posibilidad que fingir el calor humano, la cercanía emocional, la comprensión pastoral, la empatía, haciendo simulaciones, en vez de para vivir de manera auténtica”.
Según esta visión institucionalizada, el sacerdote se realiza en su ministerio, a través del orden sagrada, solo como soltero y para toda la vida. Pero la decisión presumiblemente libre de un joven muchacho, el entusiasta con la gran propuesta que piensa haber recibido, no presupone que su profunda adhesión al mensaje de Jesús no pueda crecer, madurar, cambiar e incluso se exprese mejor, a un cierto punto, a través de un presbiterado casado. Simplemente es esto lo que sucede, lo que no se está en condiciones de ver ni de valorar plenamente.
Una elección de este tipo no puede ser inmutable, y no se trata ni de una traición ni, mucho menos, de una caída o una infracción, porque el amor no va en contra del amor. Y el sacerdote, como cualquier ser de humano, tiene necesidad de vivir con sus semejantes, de experimentar sentimientos, de amar y de a ser amado y también de confrontarse profundamente con el otro, cosa que difícilmente está dispuesto a hacer por temor de exponerse al peligro.
Tras la cortina del dicho y no-dicho, esto es lo que estamos viviendo. Y ‘como si este sistema eclesiástico, con sus reglas, lograra aprisionar la parte más sana de todos nosotros.
¿Qué sucede, de hecho, si el sacerdote se enamora? Puede escoger:
1. Sacrificar las propias exigencias y los propios sentimientos, así como los de la mujer, a favor de un “bien más grande” (¿cuál?) 2. Vivir la historia en clandestinidad, con la ayuda y la complicidad de los mismo superiores a veces; es suficiente que no se llegue a saber y que no de dejen vestigios (es decir, hijos) 3. Tirar la sotana, expresión usual que define la elección de alguien que no puede más, es decir, de un traidor. Cada uno de estas opciones les provoca un dolor grande a las personas implicadas, que, vayan las cosas como vayan, tienen mucho que perder.
¿Y cuáles son las opciones de la mujer?
1. Inmolar las propias exigencias y los propios sentimientos a favor de “un bien más grande uno” (en este caso, el bien del sacerdote) 2. Aceptar vivir la historia en secreto, pasando el resto de su vida a la espera de que el sacerdote pueda dedicarle algún pellizco de su tiempo, momentos robados, sacrificando el sueño de una historia junto a un hombre “normal” 3. Soportar el peso de quien obligó al sacerdote “tirar la sotana “, aparte de compartir el peso de su presunto “fracaso”. Un sacerdote que se sale es considerado como “el que no logró llevar adelante la gran renuncia necesaria “, y por lo tanto de algún modo esmarginado. Y esto es una cosa difícil de soportar, para uno que está convencido a ser “un escogido, uno que recibió una llamada especial”, un Alter Christus, que con un gesto solo de las manos consagra, transforma la naturaleza de las cosas … que perdona, que salva!
¿Es posible renunciar a todo esto? ¿Y para qué?
Para una vida normal de la pareja, que suena a asunto banal en comparación con los poderes que el “funcionario de Dios” puede ejercer a través del orden sagrado.
Y, sin embargo, una de las frases más recurrente de los sacerdotes a sus “compañeras”, lo resume en pocas palabras: “te necesito para ser lo que soy“, es decir, un sacerdote.
¡No se asombre, Santidad! Para lograr ser testigos efectivos de la necesidad del amor tienen necesidad de personificarlo y vivirlo plenamente, de la forma que su naturaleza lo exige. ¿Es una naturaleza enferma? ¿Trasgresora?
Si se entiende bien, esta expresión manifiesta la urgencia de ser también parte de un mundo a dos, de poder ejercitar ese derecho natural y fundamental de quien a menudo la iglesia institucional habla en la solemnísimas y latinas encíclicas, reservado claramente únicamente a los laicos, y negado a los clérigos, que llegan a ser tan sobrenaturales, tal separados de los todos los otros, que no logran ni distinguir lo que les rodea.
¿Pero es posible que Usted no logre ver que el sacerdote es un ser dolorosamente solo? Tiene un montón de cosas que hacer, que le llenan el día y le vacían el corazón. A menudo ni se da cuenta de ello, aprisionado como está de las liturgias y de los deberes de su oficio. Y puede suceder que entre sus conocidos haya una persona un especial que parece, ya desde la primera mirada, hecha expresamente para calentarle el corazón, completando y enriqueciendo también el ministerio. Y esto es simplemente lo que sucede frecuentemente.
Pero la disciplina eclesiástica le dice “No, tú has sido escogido para algo mucho más grande”. Y se siente culpable, porque és no es capaz de imaginar algo más grande de lo que está experimentando. Pero se fía de la obediencia que ha prometido, penando que representa la voluntad de Dios, su plan para él y para los que son como él. El heroico célibe vuelve por lo tanto al estrado de una institución que lo pretende así y que incluso ha dispuesto ya una promoción a cambio de la necesaria separación.
¿Y todo esto ruina en el nombre de qué amor?
Lo que hace ocultar, lo que hace renunciar, lo que hace mal, no es el amor del Padre. Citamos finalmente una conclusión de Drewermann:
“El Dios de quien hablaba Jesús quiere precisamente lo que la iglesia católica hoy teme más que nada: una vida humana libre, feliz y madura, que no nace de la angustia, sino de la confianza obediente y que es liberado de las limitaciones de la tiranía de una teología tradicional que prefiere buscar la verdad de Dios en las escrituras sagradas antes que en la santidad de la vida humana”.
Antonella Carisio, Maria Gracia Filippucci, Stefania Salomone… junto a otras … también en nombre de todos quienes sufren a causa de esta ley injusta.
[Tomado de www.ildialogo.org]
Quién escribe es un grupo de mujeres, de todas las partes de Italia, que han vivido o viven todavía ahora la experiencia de una relación con un sacerdote o un religioso. Estamos acostumbradas a vivir en el anonimato esos pocos momentos que el sacerdote logra otorgarnos y vivimos diariamente las dudas, los temores y las inseguridades de nuestros hombres, supliendo sus carencias efectivas y sufriendo las consecuencias de la obligación al celibato.
La nuestra es una voz que ya no puede seguir siendo ignorada, a partir del momento en que escuchamos que se reafirma la sacralidad de lo que no tiene nada de sagrado, de una ley que se conserva sin atender a los derechos fundamentales de las personas. Nos hiere el desprecio con que desde hace siglos y en declaraciones recientes se trata de silenciar el grito de hombres y mujeres que sufren en el sudario ya rasgado del celibato obligatorio.
Intentamos reafirmar –aunque ya gran parte de los cristianos lo sepa– que esta disciplina no tiene no nada a que ver ni con las escrituras en general, ni con los Evangelios en particular, ni con Jesús, que de ello jamás habló.
Todo lo contrario. En cuanto podemos saber, a Él le gustaba rodearse de discípulos, casi todos casados, y de mujeres. Nos diréis que también Jesús vivió soltero y el sacerdote simplemente se configura a Él con su elección. Está bien, una elección. Pero una norma no puede ser nunca una elección, si no es forzando su sentido. Si además se la define como carisma, no puede por tanto a ser impuesta ni exigida, mucho menos por el Señor, que nos ha querido libres, porque el amor es libertad, desde siempre.
¿Es, por lo tanto, razonable pensar que Él pretendiera negar ciertas expresiones de amor y libertad a algunos de sus discípulos?
Son bien sabidas comúnmente las razones que, con el tiempo, impulsaron a la jerarquía eclesiástica a introducir esta disciplina en el mismo sistema jurídico canónico: el interés y la conveniencia económica. Después, a lo largo de los siglos, todo ha sido adobado con una cierta dosis de misoginia y de hostilidad hacia el cuerpo, las pulsiones psicológicas y sus exigencias primarias.
Es por tanto una ley “humana”, en el sentido amplio del término. Y hay que partir de esta evidencia, para preguntarse si, como en todas las leyes humanas, en un cierto momento histórico, no sera necesario volverla a plantear y modificar o incluso, cómo deseamos, a eliminarla del todo.
Para hacer esto, es necesaria mucha humildad, mucho valor, el de desligarse de las lógicas del poder para descender con sinceridad al el mundo de los hombres al que, guste o no, también pertenece el sacerdote.
Citamos a Eugen Drewermann (“Clérigos. Psicodrama de un ideal”, Trotta, 1995),:
“Según la ideología teológica la persona del clérigo individual se parece a a un cubo de agua: es necesario vaciarlo completamente de su contenido para rellenarlo nuevamente hasta el borde pesar de todo lo que a los superiores eclesiásticos parece conveniente. De esta manera se neutraliza toda la esfera de los sentimientos humanos a favor del decisionismo del poder. De todo la gama de posibles relaciones humanas sobrevive sólo un tipo de relación: la que corresponde al orden y la sumisión, el ritual del amo y el sirvo, la abstracción y la reducción de la vida al formalismo de la observancia de determinadas instrucciones”.
No es un asunto de tener más tiempo para dedicarlo a los otros, como expresa la más repetida entre las innumerables frases que utilizan los que afirman que el clérigo no deba y no pueda tener una compañera, sino más bien el rechazo de la idea de que él pueda disfrutar de de una presencia sentimental más íntima y personal, a veces incluso de las mismas amistades.
De hecho, continúa Drewermann,:
“la identificación obligatoria con el papel profesional no le permite vivir a uno mismo como persona y no le queda otra posibilidad que fingir el calor humano, la cercanía emocional, la comprensión pastoral, la empatía, haciendo simulaciones, en vez de para vivir de manera auténtica”.
Según esta visión institucionalizada, el sacerdote se realiza en su ministerio, a través del orden sagrada, solo como soltero y para toda la vida. Pero la decisión presumiblemente libre de un joven muchacho, el entusiasta con la gran propuesta que piensa haber recibido, no presupone que su profunda adhesión al mensaje de Jesús no pueda crecer, madurar, cambiar e incluso se exprese mejor, a un cierto punto, a través de un presbiterado casado. Simplemente es esto lo que sucede, lo que no se está en condiciones de ver ni de valorar plenamente.
Una elección de este tipo no puede ser inmutable, y no se trata ni de una traición ni, mucho menos, de una caída o una infracción, porque el amor no va en contra del amor. Y el sacerdote, como cualquier ser de humano, tiene necesidad de vivir con sus semejantes, de experimentar sentimientos, de amar y de a ser amado y también de confrontarse profundamente con el otro, cosa que difícilmente está dispuesto a hacer por temor de exponerse al peligro.
Tras la cortina del dicho y no-dicho, esto es lo que estamos viviendo. Y ‘como si este sistema eclesiástico, con sus reglas, lograra aprisionar la parte más sana de todos nosotros.
¿Qué sucede, de hecho, si el sacerdote se enamora? Puede escoger:
1. Sacrificar las propias exigencias y los propios sentimientos, así como los de la mujer, a favor de un “bien más grande” (¿cuál?) 2. Vivir la historia en clandestinidad, con la ayuda y la complicidad de los mismo superiores a veces; es suficiente que no se llegue a saber y que no de dejen vestigios (es decir, hijos) 3. Tirar la sotana, expresión usual que define la elección de alguien que no puede más, es decir, de un traidor. Cada uno de estas opciones les provoca un dolor grande a las personas implicadas, que, vayan las cosas como vayan, tienen mucho que perder.
¿Y cuáles son las opciones de la mujer?
1. Inmolar las propias exigencias y los propios sentimientos a favor de “un bien más grande uno” (en este caso, el bien del sacerdote) 2. Aceptar vivir la historia en secreto, pasando el resto de su vida a la espera de que el sacerdote pueda dedicarle algún pellizco de su tiempo, momentos robados, sacrificando el sueño de una historia junto a un hombre “normal” 3. Soportar el peso de quien obligó al sacerdote “tirar la sotana “, aparte de compartir el peso de su presunto “fracaso”. Un sacerdote que se sale es considerado como “el que no logró llevar adelante la gran renuncia necesaria “, y por lo tanto de algún modo esmarginado. Y esto es una cosa difícil de soportar, para uno que está convencido a ser “un escogido, uno que recibió una llamada especial”, un Alter Christus, que con un gesto solo de las manos consagra, transforma la naturaleza de las cosas … que perdona, que salva!
¿Es posible renunciar a todo esto? ¿Y para qué?
Para una vida normal de la pareja, que suena a asunto banal en comparación con los poderes que el “funcionario de Dios” puede ejercer a través del orden sagrado.
Y, sin embargo, una de las frases más recurrente de los sacerdotes a sus “compañeras”, lo resume en pocas palabras: “te necesito para ser lo que soy“, es decir, un sacerdote.
¡No se asombre, Santidad! Para lograr ser testigos efectivos de la necesidad del amor tienen necesidad de personificarlo y vivirlo plenamente, de la forma que su naturaleza lo exige. ¿Es una naturaleza enferma? ¿Trasgresora?
Si se entiende bien, esta expresión manifiesta la urgencia de ser también parte de un mundo a dos, de poder ejercitar ese derecho natural y fundamental de quien a menudo la iglesia institucional habla en la solemnísimas y latinas encíclicas, reservado claramente únicamente a los laicos, y negado a los clérigos, que llegan a ser tan sobrenaturales, tal separados de los todos los otros, que no logran ni distinguir lo que les rodea.
¿Pero es posible que Usted no logre ver que el sacerdote es un ser dolorosamente solo? Tiene un montón de cosas que hacer, que le llenan el día y le vacían el corazón. A menudo ni se da cuenta de ello, aprisionado como está de las liturgias y de los deberes de su oficio. Y puede suceder que entre sus conocidos haya una persona un especial que parece, ya desde la primera mirada, hecha expresamente para calentarle el corazón, completando y enriqueciendo también el ministerio. Y esto es simplemente lo que sucede frecuentemente.
Pero la disciplina eclesiástica le dice “No, tú has sido escogido para algo mucho más grande”. Y se siente culpable, porque és no es capaz de imaginar algo más grande de lo que está experimentando. Pero se fía de la obediencia que ha prometido, penando que representa la voluntad de Dios, su plan para él y para los que son como él. El heroico célibe vuelve por lo tanto al estrado de una institución que lo pretende así y que incluso ha dispuesto ya una promoción a cambio de la necesaria separación.
¿Y todo esto ruina en el nombre de qué amor?
Lo que hace ocultar, lo que hace renunciar, lo que hace mal, no es el amor del Padre. Citamos finalmente una conclusión de Drewermann:
“El Dios de quien hablaba Jesús quiere precisamente lo que la iglesia católica hoy teme más que nada: una vida humana libre, feliz y madura, que no nace de la angustia, sino de la confianza obediente y que es liberado de las limitaciones de la tiranía de una teología tradicional que prefiere buscar la verdad de Dios en las escrituras sagradas antes que en la santidad de la vida humana”.
Antonella Carisio, Maria Gracia Filippucci, Stefania Salomone… junto a otras … también en nombre de todos quienes sufren a causa de esta ley injusta.
[Tomado de www.ildialogo.org]
Ejem! Cuál es el bien mayor? Conservar el estado de gracia. El problema de la Iglesia no es que el sacerdote se case o no se case en sí: el problema es que no cometa perjurio. El que se va a hacer sacerdote tiene mucho tiempo para pensarlo. Si usted jura que no se va a casar, por amor de Dios, no se case. No se puede decir que una persona que ame a Dios cometa perjurio y sienta que hace lo correcto. Si piensa que quizá luego a lo mejor se vaya usted a querer casar NO JURE. Si los sacerdotes no juraran que no se van a casar (que es lo que quiere decir celibato)no habría problema. Y si se casa primero y luego se ordena no hay problema; y dependiendo del caso podría incluso llegar a ordenarse casado con la esposa viva y no hay problema ni es menos que los demás por eso. Creo que aún los que han escrito esto se oponen al perjurio.
ResponderEliminarDicen que Jesús nunca habló de ello? Pues les digo que sí: dijo que algunos nacen eunucos, a algunos los hacen eunucos y otros se hacen a sí mismos eunucos por el reino de los Cielos. EL QUE PUEDA HACER ESTO QUE LO HAGA, dijo. Pues bien, los sacerdotes célibes escogieron esta opción. Y juraron. También San Pablo habla de ello y San Pablo era CELIBE. Jesús fue célibe. Pero no a todos les es dado entender esto. Jesús mismo dijo eso: de hecho lo que dijo Jesús fue respuesta a que los apóstoles, luego de escuchar el no de Jesús hacia el divorcio, dijeran que si esta es la condición del hombre sería mejor no casarse. Y San Pablo decía que el que se casaba hacía bien y el que no hacía mejor y que el que no está casado piensa más en las cosas de Dios y en cómo agradarle mientras el casado está dividido.
Me llama la atención una cosa: por qué se quejan tanto del celibato sacerdotal pero no se quejan para nada del celibato de las monjas?
ResponderEliminarY por qué no se quejan del celibato de los monjes?
Y por qué no se quejan del celibato de los laicos y laicas consagrados que lo escogen?
Y el celibato de ciertos diáconos?
Hombres, pero si estos lo eligieron como les dio su más real gana igual que los sacerdotes! Por qué, en verdad, un conjunto tan grande de personas se quejaría de la consecuencia que tiene la decisión de otro en sí mismo cuando ha sido para bien porque entendió que Dios así lo quiso?
Bueno, ya se quejan de que de ordinario no se pueden divorciar las personas. Es que "es muy duro el que no se puedan echar hacia atrás". Y si se arrepienten? Y si de repente encuentran a una mujer o a un hombre que "les hace sentir cosas que nunca se habrían imaginado" luego de casados? Entonces qué? El remedio sería, entonces, "dejar de imponer el matrimonio"? Hacer que el matrimonio fuera opcional para que los que quisieran la opción de convivir la tomaran y los que quisieran casarse se casaran? Sería ese el remedio? No. El remedio es pensárselo bien antes de hacer los votos nupciales, tener un noviazgo maduro y aprender a mantener la fidelidad buscando ayuda cuando se necesite. Lo mismo con el celibato: pensárselo bien antes de hacer los votos, pasar seriamente por el seminario y el noviciado y aprender a mantener la fidelidad buscando ayuda cuando se necesite.