domingo, 31 de octubre de 2010

Las cinco llagas de la Iglesia


Perseguido en vida y después de muerto, olvidado por largos años, el sacerdote italiano Antonio Rosmini fue beatificado el pasado 19 de noviembre del 2010 en Novara (Italia). Su obra más famosa, "Las cinco llagas de la Iglesia", fue prohibida por el Santo Oficio en 1849 pero tuvo el mérito de anticiparse en un siglo a las ideas del Concilio Vaticano II.

La primera llaga que señaló Rosmini es el foso abierto entre el clero y el pueblo. Culpaba a la celebración de los ritos en latín. Hoy, el problema es mayor. No se trata del latín; se trata del rito mismo, de su significación, de su influencia en la vida de los creyentes. Se trata de la usurpación de las celebraciones litúrgicas por parte del clero. Es cierto que no hay comunidad sin pastor, pero el pastor es un guía que ayuda en la orientación y en la conducción, pero se ha convertido en el dueño del rebaño y su único interlocutor.
La segunda llaga que preocupaba a Antonio Rosmini era la insuficiente formación del clero. Ahora la preocupación es a la inversa: tenemos un tenemos un clero erudito, con un tipo de estudios enciclopédicos agobiadores, una formación alejada “del mundo”

El viejo cura de pueblo que se imponía por su vida de servicio y de entrega y que se permitía tratar a los suyos como un abuelo, quedó en el baúl de los recuerdos. Ha cedido el paso a unas generaciones de curas petulantes, sabihondos, enigmáticos y manipuladores. Cristo no pidió para sus apóstoles que fueran algo separado del mundo, sino que fueran preservados del mal. Una reforma absoluta en este campo aparece también como necesaria. Esta segunda herida eclesial es una herida de fuertes dolores.


Las relaciones de poder
Rosmini veía como una tercera llaga la dependencia de los obispos del poder civil. Se trataba de una situación histórica que hoy aparece como superada en muchos países. Los acuerdos, los concordatos, la separación total entre Iglesia y Estado, han ayudado para que esa llaga cicatrice. Pero de hecho no ha sido así, sino que solamente ha cambiado de referente: las relaciones que hay que sanar ya no son para superar dependencias del poder civil sino aquellas que someten a las iglesias particulares a un centralismo desproporcionado al interior de la propia Iglesia.
los obispos son nombrados desde la curia vaticana según listados secretos que no consideran una consulta abierta al pueblo que va a gozar o padecer la acción de su pastor; las conferencias episcopales deben pedir el visto bueno para sus cartas pastorales de envergadura; los nuncios, si no son hombres prudentes, son vistos como espías que frenan las decisiones más audaces que superan la mera manutención de lo establecido. Los informes que se deben dar desde las iglesias locales a la curia romana son cada vez más minuciosos y exigentes; los teólogos, biblistas, pensadores y pastoralistas deben estar muy atentos a no decir una palabra de más o realizar un gesto menos formal, porque la lupa del Vaticano detecta las posibles desviaciones en doctrina o en costumbres y aplica su correctivo. Es un hecho que existe temor de muchos pastores frente a Roma. Es un hecho que existe una exagerada “papalatría”. Y hay algo más: las relaciones de poder entre la curia vaticana y los episcopados, con la atomización de estos últimos, originan un esquema que se repite a niveles descendentes: los obispos con su clero, el clero con su pueblo.

Los nombramientos episcopales
La cuarta herida señalada por Rosmini se refería a la exclusión del bajo clero y del pueblo en la elección de los obispos. Hoy día se mantiene el mismo estilo de elección, con el agravante que es quizá más secreto y errático el procedimiento. Las comunidades cristianas reciben a sus pastores impuestos desde arriba, por decisiones unilaterales en las que muchas veces priman los criterios o los traumas de los nuncios y de los funcionarios vaticanos por sobre las recomendaciones de las conferencias episcopales.
Hasta 1925, en Chile como en tantos países los gobiernos presentaban al Papa una terna de candidatos en la que procuraban incorporar gente de gran capacidad y de aceptación común del pueblo. De algún modo, una opinión extra clerical se dejaba sentir en Roma. Resulta curioso sin embargo, que el primer arzobispo de Santiago nombrado en 1931 sin intervención del Estado, José Horacio Campillo, un santo y ejemplar presbítero, tuviera que salir por la ventana, “invitado” a renunciar ocho años después. Un hecho que no sienta precedente pero que es una casualidad interesante. El actual sistema de nombramientos episcopales resulta misterioso, manipulable en las sombras, inconsulto al pueblo, sorpresivo.

En los primeros primeros siglos, una iglesia “fermento” mantiene ante la sociedad el principio electivo.
Lo mantiene ante todo por razones teológicas y de fidelidad al Evangelio: por una convicción sorprendentemente comunitaria de Dios y una convicción de que aún más grave que manipular a los hombres, es intentar manipular el Espíritu apropiándose privadamente de Él. Si surgen problemas se intenta armonizar las exigencias de la realidad con las exigencias del Evangelio, antes que negar simplemente éstas.
Y la autoridad está precisamente para ayudar a encontrar esos caminos de vigencia lo que parece pedir el Evangelio, en lugar de suplantarlo. Así es como los papas resultan ser los grandes defensores del principio electivo.
Una iglesia así, aún con sus torpezas y sus fallos humanos, que siempre los hay, resulto “sacramento de comunión” y levadura para la sociedad de su época
Más adelante y conforme nos acercamos al segundo milenio, una iglesia identificada con la sociedad no consigue mantener en pie el principio electivo.
No consigue mantenerlolo, en primer lugar, por la impresionante estratificación de aquella sociedad, en que “el laico” se reduce simplemente al Rey o los nobles.
También por la clericalización cada vez mayor de la iglesia. Así, “la iglesia” va reduciéndose primero al clero y luego a los canónigos catedralicios apropiándose ellos solos la elección.
La actual demanda que existe en un amplio sector eclesial más consciente, y que reclama una vuelta a la tradición primitiva en el tema de las decisiones episcopales, no procede de una falta de amor ni de obediencia, aún cando algunas veces se manifieste de forma ruidosa, de protestas o hasta de abandonos.
Es una demanda evangélica. No será cristiano reaccionar ante ella como suelen reaccionar los fariseos de todos los sistemas ante las voces proféticas: tratando de convertirlos en voces heréticas. Más bien, debe ser atendida coma una voz de Dios, que suele comenzar a abrirse camino de maneras desconcertantes, como o hizo a través del niño Samuel “Habla Señor, que tu siervo escucha” (1Sam3). Y hay que procurar abrirse a ella aún a costa de la propia seguridad o la sensación de amenaza del propio poder.
El actual sistema de nombramiento de los obispos lleva implícitamente a creer que la autoridad y la misión de los obispos proceden del papa. Y non es así: Non fue Pedro quien eligió a los apóstoles, ni tampoco Jesús por medio de Pedro, sino que fue directamente Jesús.

El control de los bienes
Finalmente, el abate Rosmini veía como una quinta y última llaga eclesial el control de los bienes por parte del poder civil. Pareciera que esa herida ya no existe hoy. La autonomía que las iglesias locales han logrado en su propia organización, lo que supone también libertad y responsabilidad en el tratamiento de los bienes, está estipulada y reconocida en documentos oficiales: tratados, concordatos, acuerdos bilaterales, leyes de libertad de culto.
Las grandes empresas por lo menos deben publicar una vez al año sus inventarios y el resultado de sus negocios, aunque sea manipulando información y diciendo sólo lo que les conviene. Las iglesias locales y el Vaticano son bastante reacias a entrar por un camino de mayor transparencia. No porque tengan algo que esconder, sino por el atávico convencimiento que a la Iglesia no la controla ningún poder de este mundo.


Fuentes:
http://www.voltairenet.org/article142189.html
Gonzalez Faus
Ningún obispo impuesto
Editorial Salterrae

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