En el Vaticano ya han visitado mi blog esta tarde y hace pocos minutos se solidarizan conmigo en la siguiente carta que me llega desde Corfú y que comparto con mis amigos lectores del blog:
Estimado José Carlos: por las copias de mensajes que me mandas, ya veo que son muchas las pesonas que se solidarizan contigo. El caso de ese sacerdote del Opus Dei me parece alentador: cuando la carne flaquea, el que tiene votos hace bien en castigarla. Tiene razón: para algo está el cilicio.
Te escribo desde la isla bellísima de Corfú, donde me encuentro tratando asuntos de la aceituna. ¡Qué maravilla los "bosques" de olivos de esta tierra privilegiada! Vengo de cenar con mi colega Vasilis, y estuvimos recopilando impresiones de nuestra visita su padre, a la vista de la costa de Albania.
El padre de Vasilis es sacerdote ortodoxo, como ya fue su padre. Desde que enviudó, vive retirado en modo monástico y contemplativo. Este anciano, como muchas personas cultas de Corfú, habla italiano (es lástima no tener tiempo para aprender griego moderno). En italiano nos entendimos, y fue en tan flúida lengua que le expliqué tu historia, por indicación de Vasilis, que ya la conocía.
La verdad es que le causé una impresión grave, ante la cual se santiguó repetidas veces. Su comentario final fue sencillo: "Que el Señor tenga misericordia de tanto pecador. No hay mayor pecador que el que falta a sus votos: en vida lo persigue su conciencia y a la hora de la muerte lo espera el tribunal de Dios".
Quedé muy impresionado, mucho. Durante la cena, Vasilis me instruyó sobre las costumbres del clero ortodoxo, que yo llevo observando durante décadas de andar por Grecia, Rumanía y Rusia. Le conté una anécdota de mi adolescencia que provocó en él cierta sensación de conmiseración hacia nosotros, los católicos romanos.
Cuando yo ya no era muy inocente (sabes que la vida en las aldeas está llena de insinuaciones naturalistas), me convidó el cura de mi parroquia, en la que ejercía de monaguillo, a la fiesta de la patrona, santa Marta.
Allí se juntaron los "abades", como se les llama en Galicia, de parroquias próximas, y dieron suelta a la gula, a punto de que mi cuerpo llegó a rechazar aquella profusión de manjares. Sin edad todavía para el vino, a penas mojé los labios en lo que me ofrecieron, pero vi como se ponían ebrios los que me debían enseñar buenas maneras.
Cuando la tarde, en pleno verano, iba cayendo, todavía apuraban cálices de vino dulce. Entonces entraron en picardías sobre las mujeres que les atendían las rectorías y los iglesarios.
Eso excitó mi atención (la verdad es que, hasta ese momento, me estaba aburriendo, y no me marchaba por temor a que mi madre me reprendiera por haberlo hecho). Como en un desafío, los sacerdotes de Cristo allí presentes expusieron las virtudes de sus amas y sus criadas, y cuál no sería mi espanto al oír que el viejo respetable que se encontraba delante de mí decía "Mulleres, iso é o mellor que un leva desta vida".
Pocos días después vino a visitarnos uno de mis primos que estudiaban en el seminario de Mondoñedo y yo, incauto, le conté el suceso.
Mi primo se ruborizó en silencio y, después de un poco, midiendo sus palabras, me conminó a callar para siempre lo que había ocurrido delante de mí...
En fin, José Carlos, aquí, en la soledad de mi habitación de hotel en Corfú, te escribo para que veas que uno tiene derecho a poner en duda verdades al parecer absolutas (mira las cartas al director en los periódicos sobre las visitas del Papa).
Creo que el celibato debe ser como el que comenta el miembro del Opus Dei ordenado con voto de castidad. Si no (y no voy a traer a san Pablo en citas que conocemos hasta los que sólo tratamos las epístolas como lectores), es mejor no abrasarse y vivir como lo hacen los padres ortodoxos: con una casta familia.
Soy católico romano y quisiera que la Cristiandad no tuviese fisuras, pero a veces me inclino por soluciones para hacer Iglesia que me llevan los ojos muy lejos de Roma.
Con mis mejores deseos de que triunfes en tu reivindicación,
Emérito
Estimado José Carlos: por las copias de mensajes que me mandas, ya veo que son muchas las pesonas que se solidarizan contigo. El caso de ese sacerdote del Opus Dei me parece alentador: cuando la carne flaquea, el que tiene votos hace bien en castigarla. Tiene razón: para algo está el cilicio.
Te escribo desde la isla bellísima de Corfú, donde me encuentro tratando asuntos de la aceituna. ¡Qué maravilla los "bosques" de olivos de esta tierra privilegiada! Vengo de cenar con mi colega Vasilis, y estuvimos recopilando impresiones de nuestra visita su padre, a la vista de la costa de Albania.
El padre de Vasilis es sacerdote ortodoxo, como ya fue su padre. Desde que enviudó, vive retirado en modo monástico y contemplativo. Este anciano, como muchas personas cultas de Corfú, habla italiano (es lástima no tener tiempo para aprender griego moderno). En italiano nos entendimos, y fue en tan flúida lengua que le expliqué tu historia, por indicación de Vasilis, que ya la conocía.
La verdad es que le causé una impresión grave, ante la cual se santiguó repetidas veces. Su comentario final fue sencillo: "Que el Señor tenga misericordia de tanto pecador. No hay mayor pecador que el que falta a sus votos: en vida lo persigue su conciencia y a la hora de la muerte lo espera el tribunal de Dios".
Quedé muy impresionado, mucho. Durante la cena, Vasilis me instruyó sobre las costumbres del clero ortodoxo, que yo llevo observando durante décadas de andar por Grecia, Rumanía y Rusia. Le conté una anécdota de mi adolescencia que provocó en él cierta sensación de conmiseración hacia nosotros, los católicos romanos.
Cuando yo ya no era muy inocente (sabes que la vida en las aldeas está llena de insinuaciones naturalistas), me convidó el cura de mi parroquia, en la que ejercía de monaguillo, a la fiesta de la patrona, santa Marta.
Allí se juntaron los "abades", como se les llama en Galicia, de parroquias próximas, y dieron suelta a la gula, a punto de que mi cuerpo llegó a rechazar aquella profusión de manjares. Sin edad todavía para el vino, a penas mojé los labios en lo que me ofrecieron, pero vi como se ponían ebrios los que me debían enseñar buenas maneras.
Cuando la tarde, en pleno verano, iba cayendo, todavía apuraban cálices de vino dulce. Entonces entraron en picardías sobre las mujeres que les atendían las rectorías y los iglesarios.
Eso excitó mi atención (la verdad es que, hasta ese momento, me estaba aburriendo, y no me marchaba por temor a que mi madre me reprendiera por haberlo hecho). Como en un desafío, los sacerdotes de Cristo allí presentes expusieron las virtudes de sus amas y sus criadas, y cuál no sería mi espanto al oír que el viejo respetable que se encontraba delante de mí decía "Mulleres, iso é o mellor que un leva desta vida".
Pocos días después vino a visitarnos uno de mis primos que estudiaban en el seminario de Mondoñedo y yo, incauto, le conté el suceso.
Mi primo se ruborizó en silencio y, después de un poco, midiendo sus palabras, me conminó a callar para siempre lo que había ocurrido delante de mí...
En fin, José Carlos, aquí, en la soledad de mi habitación de hotel en Corfú, te escribo para que veas que uno tiene derecho a poner en duda verdades al parecer absolutas (mira las cartas al director en los periódicos sobre las visitas del Papa).
Creo que el celibato debe ser como el que comenta el miembro del Opus Dei ordenado con voto de castidad. Si no (y no voy a traer a san Pablo en citas que conocemos hasta los que sólo tratamos las epístolas como lectores), es mejor no abrasarse y vivir como lo hacen los padres ortodoxos: con una casta familia.
Soy católico romano y quisiera que la Cristiandad no tuviese fisuras, pero a veces me inclino por soluciones para hacer Iglesia que me llevan los ojos muy lejos de Roma.
Con mis mejores deseos de que triunfes en tu reivindicación,
Emérito
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