Una de las enfermedades más horribles y difundidas en la Iglesia de hoy es el letargo de los Guardianes de la Fe de la Iglesia. Estoy pensando en los obispos gallegos que no hacen ningún uso de la autoridad cuando es el caso de intervenir contra teólogos o sacerdotes heréticos, o contra prácticas blasfemas de culto público como son las Romaxes de crentes galegos. O cierran los ojos y tratan, al estilo de las avestruces, de ignorar tanto los tristes abusos como los llamados al deber de intervenir, es que temen ser atacados por la prensa o los mass-media y difamados como reaccionarios, estrechos de mente o medievales. ¿Temen los obispos gallegos a los hombres más que a Dios?.
La tontería de los herejes es tolerada tanto por sacerdotes como por laicos; los obispos consienten tácitamente el envenenamiento de los fieles. Pero quieren silenciar a los fieles creyentes que toman la causa de la ortodoxia, aquella propia gente que debería de pleno derecho ser la alegría y la satisfación del corazón de los obispos y su consuelo, una fuente de fortaleza para vencer su propio letargo. En cambio de esto, estas gentes son vistas como perturbadoras de la paz. Y en caso de que expresen su celo o disconformidad con alguna falta de tacto o en forma exagerado, hasta son excomulgados. Esto muestra claramente la cobardía que se esconde detrás del fracaso de los obispos en el uso de su autoridad.
Esta falta de los obispos de hacer uso de su autoridad, otorgada por Dios, es tal vez por sus consecuencias prácticas, la peor confusión en la Iglesia de hoy. Si no son condenados estos abusos litúrgicos, continuaran envenenando incontables almas. Aquí es totalmente incorrecto aplicar la parábola del trigo y la cizaña.
No se puede callar ante los abusos, incluso gravísimos, contra la naturaleza de la Liturgia y de los sacramentos, también contra la tradición y autoridad de la Iglesia, que en nuestros tiempos, no raramente, dañan las celebraciones litúrgicas en diversos ámbitos eclesiales. En Galicia, los abusos litúrgicos de las Romaxes se han convertido en una costumbre, lo cual no se puede admitir y debe terminarse.
El Maestro enseñó a los discípulos que los errores y males internos en la comunidad eclesial deben ser denunciados, y que la corrección fraterna ha de hacerse con una discreta gradualidad, llena de humildad, caridad y prudencia. La corrección se hará primero en privado, advirtiendo de sus errores y abusos a la persona o al grupo desviados. Si esto no basta, convendrá reiterar el intento en compañía de otros fieles. Y «si los desoyere, comunícalo a la Iglesia, y si a la Iglesia desoye, sea para ti como gentil o publicano» (Mt 18,15-17).
Vaticano II. La Iglesia quiere que todos sus hijos sean verdaderos confesores activos de la fe católica, y que no soporten pasivamente la presencia impune de herejías
La tontería de los herejes es tolerada tanto por sacerdotes como por laicos; los obispos consienten tácitamente el envenenamiento de los fieles. Pero quieren silenciar a los fieles creyentes que toman la causa de la ortodoxia, aquella propia gente que debería de pleno derecho ser la alegría y la satisfación del corazón de los obispos y su consuelo, una fuente de fortaleza para vencer su propio letargo. En cambio de esto, estas gentes son vistas como perturbadoras de la paz. Y en caso de que expresen su celo o disconformidad con alguna falta de tacto o en forma exagerado, hasta son excomulgados. Esto muestra claramente la cobardía que se esconde detrás del fracaso de los obispos en el uso de su autoridad.
Esta falta de los obispos de hacer uso de su autoridad, otorgada por Dios, es tal vez por sus consecuencias prácticas, la peor confusión en la Iglesia de hoy. Si no son condenados estos abusos litúrgicos, continuaran envenenando incontables almas. Aquí es totalmente incorrecto aplicar la parábola del trigo y la cizaña.
No se puede callar ante los abusos, incluso gravísimos, contra la naturaleza de la Liturgia y de los sacramentos, también contra la tradición y autoridad de la Iglesia, que en nuestros tiempos, no raramente, dañan las celebraciones litúrgicas en diversos ámbitos eclesiales. En Galicia, los abusos litúrgicos de las Romaxes se han convertido en una costumbre, lo cual no se puede admitir y debe terminarse.
El Maestro enseñó a los discípulos que los errores y males internos en la comunidad eclesial deben ser denunciados, y que la corrección fraterna ha de hacerse con una discreta gradualidad, llena de humildad, caridad y prudencia. La corrección se hará primero en privado, advirtiendo de sus errores y abusos a la persona o al grupo desviados. Si esto no basta, convendrá reiterar el intento en compañía de otros fieles. Y «si los desoyere, comunícalo a la Iglesia, y si a la Iglesia desoye, sea para ti como gentil o publicano» (Mt 18,15-17).
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